martes

Tengo un ramo de ilusiones en la mano. Es pequeño, triste y mojado. Pero es lo que pude comprar con las noches de desvelo y las gotas de mazapán. A veces me ayuda, a veces sí que se luce. Pero solo a veces. La mayor parte del tiempo, cuelga de mi mano sin brillo ni vida, como la luna cuelga del cielo, prendida de un alfiler. Cuando cruzo en la calle a un mendigo de besos que me mira sonrojado, reluce en sus ojos mi pequeño ramo y baja la vista. Y dado que muchos no lo tienen, como los empresarios, los políticos y los escultores, a los niños les fascina verme caminar orgullosa con mi ramo en la mano, bamboleándose rítmicamente. Ocasionalmente, miran curiosos y preguntan si pueden tocarlo. ¿Cómo negarme a sus sonrisas plenas? Tengo un ramo de ilusiones en la mano. Es pequeño, triste y mojado.

lunes

Soñarte es casi como vivir ahí.

Ah, Lanús, barrio pobre y lindo, sucio, descuidado, lleno de olores y gente. Lanús, mi hogar, el lugar donde viví mis años más lindos, más amigables. El lugar de mi gente, de mis recuerdos, de mi infancia, de mi club de futbol. Las avenidas, el Plaza Vea que quebró, la vía que tanto miedo me daba, Jessi, Lu, Claudito, Carla, Cesar, Aye, Karen, Mamberti 706, la esquina más linda del mundo, la 25 de mayo, el paso bajo nivel en el que te tocan el culo o te afanan, el 100 que te lleva al alto avellaneda, lo de Carlitos, el video club de la esquina (¿Acá venden Cindor?) La Veneciana con un helado que parecía fideos. La abuela fumando a escondidas, la Navidad con los fuegos artificiales, los papelitos que entregábamos en la calle y si los tiraban los íbamos a buscar, los conchetos del Oeste. La plaza a donde iba en rollers, los pirulines, los Conogol, la calle que se inundaba y yo tirando barquitos de papel, el kiosco al que no fui más porque el hijo mataba pajaritos, el Señor de los Gatitos, Juan el zapatero, el Jardín con Marta que tocaba el piano y Ale que me retaba por llevar nueces, la señorita Lidia, todavía la odio por no dejarme llevar un almohadón, La Asunción, Guido (mi primer amor), el Esportivo Alsina, mi primera vergüenza, las gorditas del almacén, la venta de pulseritas (un fracaso), la tortuga, la coneja que resulto ser macho, los hámster que asesiné, en fin, todo, cuando esta lindo, cuando llueve, cuando graniza, en todos sus estados Lanús encanta, por lo pintoresco, lo groncho, lo divertido…Extraño ser chiquita y no conocer más que el lugar de mis sueños.
Movió un brazo con demasiado esfuerzo. Se notó transpirada, exhausta, con una sensación de resequedad en la boca. Estaba confundida y mareada. Abrió los ojos.
Era desesperante. No se veía absolutamente nada. No podía escucharse otra cosa que el golpeteo de unas gotas contra el suelo. Su mano, la que todavía conservaba, lograba tocar piedras y algunas esquinas, como si se encontrase sobre un pedestal. De pronto, un fuerte olor a sangre inundó su nariz. E inmediatamente después, llegó el grito. Un grito profundo, agudo, intenso, desbordante de desesperación. Duró poco. Unos dos segundos, quizás. Pero eso bastó para poner su corazón en vilo, más vivo que nunca, palpitando enloquecido contra su pecho. Quedose esperando impacientemente, casi llorando. Todas las partículas de su cuerpo se movían de manera frenética. Las gotas de sudor lo perlaban toda la cara. Notó que estaba desnuda.
Un segundo después, la portezuela que se abría hacia la celda se entornó lentamente. Un haz de luz le hirió la retina. Y un cuerpo fue lanzado como si no valiese nada y pesara demasiado.
Con el paso de las horas, la habitación se fue aclarando. Y ella se vio acostada sobre un escalón de piedra gris, con todo el cuerpo despedazado, la sangre seca arrastrándose por las costras. Y notó que ni eso ni el brazo que le faltaba le dolían en lo más mínimo. También notó que con el correr de la noche el frío, el cansancio, el sudor, el mareo, habían desaparecido. Y cayó en la cuenta de que estaba muerta.

Parques interminables.

Llovía. Llovía fuerte, como nunca hubiese llovido antes en esa ciudad perdida del sur. La joven caminaba con el paso cansino, las manos descansaban en los bolsillos de su sobretodo oscuro. Caminaba con la cabeza gacha, con los ojos angustiados. Caminaba para escapar de todo eso que quedaba unas cuadras detrás. Caminaba porque correr no tenía poesía.
Las gotas resbalaban por el poco cabello que había decidido dejarse, y se inmiscuían entre sus ropas, como buscando rozar su piel para enfriarla aún más. Y ella las dejaba.
El sonido de la lluvia tiene un no se qué cautivante, algo que la obliga a escuchar y a mantenerse debajo, algo que hipnotiza y embriaga.
Ella había decidido dejarse llevar por las calles más lejanas, como si eso evitara de algún modo a las masas ruidosas que tenían la molesta costumbre de poblar cada esquina, cada vidriera, un sábado por la noche.
No lloraba, tampoco tenía razones. Simplemente iba como si le fuera la vida en ello, sin pausa, a cada paso más agitada.
Y en la ciudad llovía.

La peur et de l'ambre.

Se le hacía tarde. Era previsible, era previsora. Se desvistió en un segundo, dejando dormir en el suelo las prendas todavía tibias. Giró las perillas y el agua comenzó a manar tranquila y sin ruido. Estaba demasiado caliente. Ella no podía soportar el frío del cuerpo y menos del alma. En un movimiento rápido se introdujo en la tina y dejó que las gotas recorrieran su piel tersa y joven, su cabello, sus manos, las curvas de su silueta. Se sabía una mujer normal, casi fea, con pocos pero importantes complejos. Y, sin embargo, se sentía hermosa. Se duchó en cinco minutos. Lo justo como para tener otros cinco que pensaba destinar a vestirse y maquillarse. Escogió con cuidado un conjunto de encaje negro y cintas color crema que se ajustaba perfectamente a su figura y lo deslizó por la superficie dulce de los muslos con suavidad y amor. Dio una vuelta para contemplarse en el espejo.
Tomó con poco cuidado el vestido negro que descansaba sobre la cama recién tendida, se fundió en él con gracia y lo ajustó.
"Y ahora-pensó- viene la parte más complicada". Los zapatos. Negros, sin duda. Pero esa era su única certeza. Se dirigió decidida hasta el armario y abrió las puertas de par en par. Allí estaba su pequeño pedazo de cielo, una gama de colores obsesivamente ordenada en un estante y otra acromática en el inmediatamente superior. Los vio y fue feliz. Ya no importaba si combinaba con su ropa o su bolso, siquiera con sus accesorios. Nunca le había gustado demasiado los accesorios. Los encontraba inútiles, como de más.
Cerró los ojos y apuntó. Con la uña roja del dedo índice rozó el suave cuero, oyó el chillido agradable del cierre al ser bajado y olisqueó un aroma conocido, aroma a zapato nuevo. Eran sus preciosas botinetas Jimmy Choo con talón abierto y taco incrustado en piedras. Con ellas se sentía más mujer y, sin duda alguna, más alta.
Se pintó los labios, intentando inútilmente hacerlos resaltar en ese mar de pecas. Fue el turno de los pómulos y luego el de los ojos, que maquilló finamente con sombra negra y un haz de blanco, para hacerse notar.
Desde el piso inmediatamente inferior se oyeron tres golpes en la puerta. Típico. Ella se acomodó frente al espejo los morenos mechones sueltos que todavía no había podido controlar y corrió graciosamente hasta la puerta, haciendo resonar contra el suelo el rítmico "Toc, Toc" del que solía gustar. Respiró hondo, tomó el picaporte y giró. Allí, del otro lado, se encontraba la presa de aquella noche:
-Estás como muy arreglada- ella cerró la puerta de un golpe. Nunca volvería a verlo. Sí, ella también se ofendía fácil.

Recuerdos.

Un chirrido más agudo de lo normal podría haberla alertado. Un bamboleo un poco a la derecha. Algún crujido de la madera bajo su cintura. Pero la caída fue tan de repente que no la vio venir.
Quedó sentada en el suelo, riendo, entre la hamaca partida en dos pedazos. En la pequeña plaza rodeada de autos y edificios, de humo negro y niños en trajes rigurosamente colocados.
Ella llevaba una pollera larga que le rozaba los pequeños pies descalzos cuando se hamacaba. También vestía una camisa clara con topitos púrpuras, y el cuello de esta golpeteaba sus clavículas casi con primor cuando el viento insistía en separarlo del pecho.
La estructura de madera que colgaba desde ambos extremos de unas cadenas mucho más oxidadas de lo que era recomendable que se alzaban hasta enredarse en un tubo despintado por la lluvia que hasta ese momento no había caído aunque hacía horas que amenazaba con hacerlo. Y fue así que se decidió. De a pequeñas gotas comenzó a mojar la ciudad, como despertándola de un sopor en el que hacía tiempo que estaba sumergida. De a pequeñas gotas salpicó los techos, las cabezas, los zapatos, los bastones, las mesas de las confiterías, los gatos y la plaza. Y en la plaza todos corrieron a esconderse a sus casas, porque la lluvia era demasiado libre para sus cuerpos llenos de reglas y horarios y ellos sentían a las pequeñas gotas de agua como subversivas ante la moral que llevaban. Y corrieron con los diarios llenos de malas noticias sobre sus cabellos cuidadosamente peinados, pensando que se guardaban del clima pero no, se guardaban de otra cosa mucho más profunda. Saltaron los recién formados charcos con las manos enfundadas en los sobretodos grises que miles de dolares antes se encontraban serios en perchas sobre la avenida más transitada de Nueva York.
Y allí estaba ella, ya no riendo sino con los ojos y la boca cerrados, la nariz apuntando al cielo que la bendecía con miles de pequeñas gotas de agua.
Y se sintió libre, subversiva, grácil, bárbara. Se sintió lluvia.

Enigmas.

-La felicidad está a dos vidas.
-En la anterior me dijeron lo mismo.
-Exacto.